Una triste democracia

No sé lo que estamos viviendo, pero una democracia sana no es. El pueblo vive con miedo e incertidumbres, con precariedad cuando no en la pobreza sobrevenida que acerca a la clase media al abismo y tensiona una sociedad que esperaba cosas distintas de nuestra democracia.


Acostumbrados a los políticos de la transición de todos los colores que se dejaron la piel por facilitarnos el acceso a una democracia y despejarnos dudas y problemas hemos llegado, cuarenta años después a un ambiente político irrespirable, tensionado y polarizado y no por culpa de los ciudadanos sino de los políticos gobernantes que, lejos de solucionarnos problemas, nos los crean. Es imposible amanecer un día sin sobresaltos, sin noticias escandalosas que casi nunca son aclaradas ni desmentidas y que minan la moral de un pueblo que bastante tiene con su guerra diaria con la vida para poder llenar su nevera y alimentar a su familia. Ya no se trata de vivir mejor o peor, de ir holgado o apretado, se trata de sobrevivir con el temor de abrir el buzón porque ya no hay cartas de amor, solo llegan avisos de impuestos, tasas o multas, la empatía del gobierno con los gobernados es nula, sus debates van por otros caminos que nos quedan muy fuera de la realidad a los penitentes que mantenemos todo, porque eso sí está claro, todo, absolutamente todo lo pagamos los mismos, ustedes y yo.


Que vuela el Falcon, lo paga usted, que le enviamos a Marruecos armamento de regalo, lo regala usted, que alguien se va de vacaciones a un palacio del estado, vacaciones pagadas por usted y, por supuesto, la sanidad, la educación y todas las subvenciones, pagas, paguitas, partidos políticos, sindicatos, etc., lo paga usted. Por eso resulta tan indignante el esfuerzo titánico que hacemos cada día por escapar de los números rojos en las cuentas domésticas o el temor a los principios de mes cuando llegan las facturas.


Eso sí, no paramos de pagar elecciones, este año vamos casi a elección por mes y créanme, cuestan una fortuna, pero a los políticos les da igual, sus sueldos, que también pagamos nosotros, les dan una buena vida y sus fiestas electorales las pagamos los demás. Por eso debemos de exigir respeto, que nada tiene que ver con que un presidente se tome cinco días de vacaciones para pensar si dimite o no por un problema personal que él mismo se ha encargado de convertir en un problema de todos, como si ya tuviéramos pocos. Un presidente de gobierno que admite haber sufrido “lawfare” poniendo en duda la calidad de la justicia española, que, por cierto, también pagamos todos. S


i el presidente de España dice que la justicia no es de fiar, imagínense lo que podemos pensar los ciudadanos de a pie cuando recurrimos a la justicia, en la que, por cierto, nosotros sí necesitamos confiar, es lo que protege nuestros derechos y nos hace libres e iguales.


Por estas cosas y algunas más, es por lo que vivimos en una democracia triste, no solo imperfecta, si no profundamente injusta con la ciudadanía.


Decía “la Pepa”, la constitución de Cádiz, que uno de los objetivos prioritarios de los gobiernos era “hacer felices a los ciudadanos”. ¡Qué lejos estamos!

Una triste democracia

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