Reinventar la amistad

Estrenamos mes con la Fiesta del Trabajo, así, a golpe de mitad de semana, cuando alguno ha vuelto de su particular período de reflexión, otros celebran por las calles reclamando derechos -pasan los años, sin duda hay avances, pero todavía queda camino por recorrer- y otras personas, simplemente disfrutan/disfrutamos de este día de desconexión, como quién coge impulso para terminar la carrera o en este caso, la semana laboral.


Días como éstos que regalan tiempo para ordenar ideas, hacer lo que apetece o simplemente no hacer.  Días como éstos, precedidos de noches inesperadas donde reunirse con las amigas y divagar, saltando de los hijos, al amor, los viajes, la literatura… ¡Gracias chicas, me habéis dado el hilo del que tirar esta semana! ¡La amistad!


Aparentemente la amistad está en recesión. Según varios informes que he brujuleado para profundizar en esta temática, desde la famosa pandemia – nuestra actual medida del tiempo distingue entre antes de la pandemia / después de la pandemia-, la gente sale cada vez menos. Las redes sociales, el coronavirus, la salud mental, … parece que todo nos lleva a aislarnos, buscar estar solos.  ¿Mi experiencia? Conviene despojarse de las certezas impuestas, obviar cuanto filtro nos hayan regalado y observar, escuchar, sentir de primera mano. Y en este ejercicio de desaprender, no aprecio esa recesión social, no en mi entorno, quizás simplemente se trata de una reinvención de la forma de relacionarnos.


¿Acaso existe una única definición de amistad?


En Elogio de la amistad, Tahar Ben Jelloun nos habla de los amigos que le han acompañado a lo largo de su vida y declara “La amistad es una religión sin Dios, sin Juicio Final y sin diablo. Una religión no ajena al amor, a un amor donde se proscriben la guerra y el odio, donde es posible el silencio.”  Evoca así distintos tipos de amistad, la intermitente, la de paso, la desaparecida, la reencontradas. Me uno a esa diversidad.


Entre las amistades más apegadas a la definición académica algunas se apagaron, otras se transformaron, y unas pocas –las más genuinas– permanecen a pesar del tiempo, de los caminos recorridos y las distancias. No precisan de frecuencia, como diría Borges. Simplemente son y están cuando se requiere de ellas. Son amistades de memorias compartidas, de juegos de infancia, confidencias adolescentes, conversaciones adultas.  Están las de los momentos bisagra, las que nacen en espacios íntimos de cambio profundo y que acompañan sin juicio, con tiempos limitados a las mudanzas vitales o infinitas tras el renacer. Están las nuevas, las que surjen en la madurez, donde no hay historia compartida, pero si admiración, respeto, valores comunes y que hacen mi vida mejor –y deseo que yo lo haga con la suya–. Amante como soy de las metáforas, defino a esas personas como orza, no ancla. Orza porque aportan equilibrio, no frenan, no te aferran a un lugar o una forma de ser sino que te permiten y te permites con ellas, seguir navegando.


Pues así inicié el mes de mayo, rompiendo el concepto de “recesión social”, reinventando la amistad, compartiendo mesa, donde más allá de la comida y la bebida el alimento está en la conversación, las risas, las miradas.


En definitiva, de toda la vida, temporales o nuevos,  concuerdo con Emily Dickinson “Todo mi patrimonio son mis amigos”.

 

Reinventar la amistad

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